martes, 8 de septiembre de 2015

Veroño

Recuerdo el primer día que sentí que ya había llegado, que estaba aquí; la ropa se me pegaba al cuerpo y en la calle olía distinto…mejor.

Así, con la llegada del verano, se estampan las jaulas que el invierno esculpe con el hielo. A la luz del Sol, nos volvemos ligeros, y, como el agua del mar, somos más transparentes; más ‘salaos’.

Cambiamos tanto que hasta nuestra piel cambia de color: marroncitos y tostados, color bronce, como el azúcar moreno, nos volvemos naturales. 

Los sentimientos se inflaman, llegan a expandirse tanto que a veces no caben en el pecho, y entonces se nos ven desnudos. Nos acentuamos, somos muy felices, y en cada despedida inspiramos un poco de ese otoño granate que está por llegar.

Los días son más largos, el cerebro tiene más tiempo para pensar y replantearse todo: analizamos si el color de la pared es el mejor, si necesitamos comer más tomates, e incluso, si quien duerme a nuestro lado es quien queramos que sea.

Sentimos una patada en la estantería, caen todos los libros y el polvo aflora…se nos brinda así la oportunidad de reordenar y redecorar nuestro interior.  

Pasamos a pensar en color, le damos sabor a los sueños, recogemos conchas, soltamos tensiones.  Nos volvemos tan incívicos y deliciosamente locos, que caminamos casi desnudos al lado del mar.

Los trenes van uniendo las calurosas experiencias, va trazándose entre las cejas rubias llenas de arena el mapa al que acudiremos en el ahogo de la rutina, para así, volvernos a sentir libres.

Se cocina con música francesa, el agua se vuelve gazpacho, y se come a la sombra, de una guitarra.

En verano se vive, lo que decidimos matar en Otoño.


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